La confesión de pecados ante el sacerdote es un sacramento importante en la Iglesia Católica y algunas otras denominaciones cristianas. Se trata de un acto mediante el cual el penitente reconoce sus pecados y se arrepiente de ellos, recibiendo de parte del sacerdote la absolución y el perdón divino.

La práctica de la confesión de pecados ante el sacerdote se remonta a los primeros siglos del cristianismo, y se encuentra mencionada en la Biblia en el Evangelio de Juan 20:22-23, donde Jesús dice a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

Los padres de la Iglesia, como San Agustín y San Juan Crisóstomo, también hablaron sobre la importancia de la confesión de pecados y la absolución. San Agustín, por ejemplo, dijo: “Pide el perdón de tus pecados a Dios, no a los hombres, pero no dejes de confesarlos a los hombres. A veces, el peso de la culpa puede ser tan grande que necesitas escuchar la voz humana que te dice que tus pecados están perdonados”.

En la Iglesia Católica, la confesión de pecados es considerada un sacramento y se realiza en privado, en el confesionario o en un lugar adecuado para el diálogo entre el penitente y el sacerdote. La confesión es un acto voluntario y confidencial, y el sacerdote está obligado por el sigilo sacramental a no revelar nunca lo que se le ha confesado.

En resumen, la confesión de pecados ante el sacerdote es una práctica importante en la Iglesia Católica y se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Los padres de la Iglesia hablaron sobre su importancia y la Biblia la menciona como un acto por el cual se puede recibir el perdón divino.

LECCION XII. DE LA CONFESION

P. Decidme, ¿la confesión de los pecados que hace uno al sacerdote para que le dé la absolución no es institución de los Papas y invención de los curas y frailes? ¿No fue San Benito quien la introdujo primero entre sus monjes, habiéndose desde entonces valido de ella los curas, hasta que por fin la hizo extensiva a todos los fieles y obligatoria de más a más el osado Inocencio III?

R. ¡Jesús, hombre! ¡Qué desatinos habéis ensartado en pocas palabras! No parece sino que hubierais leído lo que dice acerca de la Confesión el autor del Ensayo dogmático histórico, que, por más señas, es un apóstata que vive en concubinato, en quien no sabe uno atinar si domina más la ignorancia o el descaro. Para daros una ligera muestra de la sagacidad de este escritor necio, os citaré lo mismo que habéis dicho. Pretende este autor que Benito de Vurcia (así llama a San Benito) introdujo entre los monjes la confesión de humildad y devoción y que apoderándose desde luego de ella los curas, la impusieron a los fieles. Tenemos, pues, que la Confesión estaba ya instituida en el siglo VI de nuestra era. Pero es el caso que, según el mismo escritor, la instituyó o, como dice en otro lugar, introdujo su necesidad, el audaz Inocencio III, que, como no ignoráis, floreció en el siglo XIII. Por manera que, según el autor del Ensayo dogmático histórico, fue instituido en el siglo XIII lo que ya lo estaba en el VI. ¿Puede darse mayor, no sé si decir, desvergüenza o tontería? En cuanto a la profunda ciencia eclesiástica de este escritor, allá va esta otra muestra. Dice él que San Benito introdujo la Confesión entre sus monjes en el siglo VI, siendo así, como se sabe por la historia, que ya dos siglos antes la había introducido San Basilio entre las monjas que debían confesarse con un sacerdote y el Santo les trazaba las reglas que debían observar para practicar este uso.

P. Pues yo estaba creído de que el autor del Ensayo dogmático era un pozo de ciencia; y en cambio, si por el hilo hemos de sacar el ovillo, voy viendo que es muy ignorante. Decidme al menos, si fue realmente el mismo Dios quien instituyó la Confesión, y si se prueba esto con la Biblia, o si, por el contrario, está en oposición con lo que en ella se lee. Dice el citado autor que Bellarmine hubiera querido persuadirnos que en el Paraíso terrenal había ya confesionarios, que los había en las sinagogas y en todas partes. ¿Son estos acaso los argumentos de que se valen los católicos para probar la institución divina de la Confesión?

R. No cabe la menor duda de que la institución de la Confesión, o más claro, de la necesidad que tienen los fieles de confesar sincera y distintamente todos los pecados mortales cometidos después del Bautismo, si quieren que les sean perdonados, deriva del mismo Dios, o sea de Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. Abiertamente lo prueban diversos pasajes de la Biblia, y en especial las palabras del capítulo 2.º del Evangelio de San Juan, donde se lee que apareciéndose el Señor después de la resurrección a sus discípulos, esto es, a los diez Apóstoles (porque Santo Tomás no estaba, y Judas el traidor, como sabéis, se había colgado de un árbol), que por el temor de los judíos se habían encerrado en el cenáculo, les dijo: “Recibid al Espíritu Santo; a los que perdonareis los pecados, serán perdonados, y a los que les retuviereis, les serán retenidos”. De estas palabras se deduce que Jesucristo, dando a los Apóstoles el poder de perdonar o de retener los pecados, los ha constituido en jueces para dar la sentencia de absolución o de retención de las culpas. Ahora bien, es evidente que ni este ni otro fallo alguno puede pronunciar el juez por mero capricho, sino con pleno conocimiento de causa; y este no puede adquirirse en nuestro caso sino por medio de la acusación de los pecados por parte del mismo delincuente. He aquí pues cómo las palabras del Salvador, citadas en la Biblia, demuestran hasta la evidencia la necesidad en que se hallan todos los que han pecado gravemente después del Bautismo, de confesar sus culpas si quieren alcanzar el perdón. Esta prueba de la necesidad indispensable de la Confesión es un hueso que cuesta tanto roer a los protestantes que en tres siglos no han podido conseguirlo; ni lo conseguirá, a buen seguro, el autor del Ensayo dogmático histórico.

P. También yo veo la dificultad que tienen los protestantes para soltar este argumento. Mas entonces, ¿por qué se empeñó el cardenal Belarmino en poner confesonarios casi hasta en el Paraíso, donde, que yo sepa, no había ningún cura; y esto por contradecir a Santo Tomás, que confesó francamente que no se encontraba tal institución en la Biblia? Vaya que esta pretensión tiene algo de ridículo.

R. Lo que hay de positivo es que estas palabras vienen de molde para confirmar la ignorancia y la mala fe del escritor apóstata: porque Belarmino, en su libro III de la penitencia, encabeza así el capítulo II: “Pruébese la necesidad de la Confesión en el Evangelio”. Y niego, encabeza de esta manera el capítulo III: “Confirmase la misma verdad en las figuras que precedieron a la Confesión sacramental”. Porque, como observa muy justamente aquel sabio Cardenal, en lo que no hace más que seguir a Tertuliano, en la ley antigua se presentaron ya algunas figuras o símbolos de las verdades principales; y volviéndonos a nuestro caso, de los Sacramentos más necesarios, como son el bautismo, la Eucaristía y la Penitencia, que después fueron instituidos por Jesucristo nuestro Redentor, en la ley nueva o de gracia. Entre otras de las figuras que simbolizaron la confesión oral, cita Belarmino la que Dios quiso hicieran nuestros primeros padres al Ángel que se les apareció en forma humana en el Paraíso: luego, sigue la de Caín, y así, hasta llegar a la ley de Moisés, según la cual debían los leprosos descubrir su lepra a los sacerdotes, etc. ¿Dónde están pues, los confesonarios que Belarmino colocó en el centro del paraíso terrestre? La misma mala fe del apóstata se descubre en las palabras que pone en boca de Santo Tomás de Aquino; a saber, que la institución del Sacramento de la penitencia no se encuentra en la Biblia. Lo único que dice el Santo es que no se encuentra expresamente, o sea con las terminantes palabras de Confesión; de la misma manera que tampoco se lee expresamente en los libros divinos el misterio de la Santísima Trinidad, el de las dos naturalezas en Jesucristo, el de la unidad de persona, y otros que, a pesar de esto, admiten los reformados. Pero concretándonos a la Confesión, si no se habla de ella expresamente en la Biblia, se habla en términos equivalentes, como os lo acabo de demostrar. Esto supuesto, ¿Quién podrá fiarse de semejantes apóstatas, seguidores del Evangelio puro?

P. ¡En efecto, es mucha ignorancia! Con todo, me han hecho observar que Jesucristo nunca ha confesado a nadie, y que antes por el contrario, en la oración del Padre Nuestro nos han enseñado a pedir inmediatamente a Dios el perdón de nuestros pecados, sin necesidad de que intervenga ningún mediador. Lo mismo nos ha enseñado en las parábolas del hijo pródigo y de la oveja perdida. Y a la verdad, parece obvia la razón, porque solo Dios, y no los hombres, es el que puede perdonar nuestros pecados: además de que, lo que deja limpia nuestra alma, es la sangre del Redentor, y la fe en sus méritos infinitos, mas no la absolución. De suerte que, mirada la confesión bajo este punto de vista, parece realmente contraria a la palabra de Dios.

R. Todas estas son ridículas necedades del apóstata, y necedades muy antiguas, repetidas veces confutadas. Claro está que Jesucristo no tenía necesidad de confesar, porque, como la sabiduría eterna, no se le ocultaban los pecados ni las disposiciones de los pecadores, cosa que los sacerdotes no pueden saber sin la manifestación y los signos estemos. En cuanto a lo demás que dice el apóstata, de la misma manera que el Salvador nos enseña en la Oración Dominical a pedir inmediatamente a Dios la remisión de nuestras deudas, esto es, de nuestros pecados, nos enseña también a pedir inmediatamente el pan nuestro de cada día; y sin embargo, dice la Biblia, que quien no trabaja no come. Y efectivamente, al que no sabe manejarse, no se le viene el pan por sí solo a la boca; en prueba de ello, el apóstata de que hablamos, para tener que comer se ha hecho ministro de los Valdenses, y está pronto sin duda a abrazar los principios de cualquier otra secta para no morirse de hambre. Por consiguiente, así como el pedir el ordinario sustento no excluye los medios de ganárnoslo, así también el pedir a Dios la remisión de nuestros pecados, no excluye los medios que ha querido el Señor que practicáramos para alcanzarla. De las parábolas, es escusado decir que no hablan de confesión, puesto que todavía no estaba instituido este Sacramento; sí solo, nos manifiestan la misericordia inmensa del Todopoderoso en acoger a los pecadores arrepentidos; los que, para obtener el perdón, han de hacer lo que Dios les prescribe. Si fuera cierto lo que dice el autor del Ensayo dogmático, a saber, que la sola sangre de Jesucristo lava nuestras culpas, tampoco serían necesarios el Bautismo ni la fe; dice, por último, el apóstata, que solo Dios puede perdonar los pecados; ¿pero quién se atreverá a negarlo? ¿Quién es quien nos los perdona por medio de la absolución, sino el mismo Dios, que da este poder a sus Sacramentos? Por lo dicho, podéis conocer hasta dónde llega la insulsez de este señor Doctor, que ni siquiera sabe hacer distinción entre la absolución que se da por virtud propia, de la que se da por virtud de Dios. Y con todo, ¿Quién lo creería? Este hombre arrogante trata como a chiquillos al cardenal Belarmino y al mismo Santo Tomás.

P. Me deja satisfecho cuanto me decís. Sin embargo, queda todavía en pie una dificultad no pequeña; y es que los hechos y el testimonio de los Papas demuestran que la Confesión no estaba en uso en la antigua Iglesia, y que desde San Clemente hasta S. Bernardo jamás se confesó ni siquiera Santo, ni aun en la hora de la muerte. S. Cipriano y S. Agustín, bien que excomulgados (como dice el autor del Ensayo dogmático), no se confesaron, ni siquiera en su hora postrera. El obispo de Constantinopla Nectario abolió la confesión por el escándalo de un confesor. De S. Juan Crisóstomo se sabe que, en muchos pasajes de sus obras, niega abiertamente que hayan de revelarse los pecados a un hombre, y dice que basta confesarlos a Dios. Si, pues, la Confesión reconociera un origen divino, ¿cómo, en la primitiva Iglesia, se hubiera obrado y hablado de esta suerte?

R. Está visto que tenéis metidas en la cabeza las doctrinas del autor del Ensayo, pues, en pocas palabras, habéis reunido un cúmulo de dificulta- des, las mismas precisamente que él propone; pero todas concurren a demostrar más palpablemente su estúpida ignorancia, su excesiva mala fe y sus eternas contradicciones. Voy a desarrollar estos tres puntos de su panegírico; y diré algo en primer lugar de su ignorancia. Según él, no estaba en uso la confesión en la antigua Iglesia, y ningún Santo se confesó jamás ni en su última hora. Pues yo voy a probar lo contrario, y he aquí de qué manera: S. Ireneo, que floreció a fines del segundo siglo y fue discípulo de S. Policarpo, quien conoció a S. Juan Evangelista, y por consiguiente vivió en los tiempos purísimos de la primitiva Iglesia, refiere que algunas mujeres habían sido engañadas por cierto hereje llamado Marcos, secta- rio del Evangelio puro, como nuestros modernos protestantes. Estas mujeres, dice el Santo, al reconciliarse con la Iglesia de Dios, han confesado, junto con los demás errores, este pecado; es decir, el que cometieron con el hereje Marcos. Refiere además el mismo S. Ireneo que la esposa de cierto diácono, también lapsa, contó en confesión todo lo acaecido. Diré por último que habiendo aquellos seguidores del Evangelio puro deshonrado a muchas de esas pobres mujeres que tenían cauterizada (corrompida) la conciencia, algunas de ellas lo confesaron manifiestamente; otras, avergonzadas de hacerlo, esto es, de confesarse, se retiraron, por desconfianza, silenciosas; otras apostatas

R. Continuando con las pruebas de que la confesión estaba en uso en la antigua Iglesia, podemos mencionar a Tertuliano, quien escribió en el siglo III que “los pecados se confiesan delante de los sacerdotes de Dios”, lo que demuestra que la práctica era común en su época. Además, San Cipriano, a pesar de no haberse confesado en su hora postrera, sí habló de la necesidad de la confesión en algunos de sus escritos, como en su “De lapsis” donde dice que “aquellos que han caído en el pecado deben confesar sus pecados al sacerdote”.

En cuanto a las contradicciones del autor del Ensayo dogmático, podemos señalar que, por un lado, niega la existencia de la confesión en la antigua Iglesia, pero por otro lado, cita a algunos Padres de la Iglesia que hablan de la necesidad de confesar los pecados. Esto demuestra que su argumentación no es coherente y carece de fundamento.

En resumen, la confesión era una práctica común en la antigua Iglesia, como lo demuestran los testimonios de los Padres de la Iglesia y de los textos escritos de la época. Las objeciones planteadas por el autor del Ensayo dogmático carecen de fundamento y son contradichas por los hechos históricos.

P. Con estos solos hechos quedan refutadas las doctrinas de aquel necio. Quizás no habrían llegado a su noticia cuando escribió su obra.

R. Así lo creo yo; porque, como ya os he dicho, su ignorancia es de las más crasas; y si lo sabía, peor para él, pues con esto solo viene a declararse él mismo un impostor. Pero prosigamos. En el siglo III, habla Orígenes de la necesidad de confesar los pecados secretos y ocultos; y a los que los guardan en su conciencia, compara aquel ilustre autor, al que conserva su mal hasta que ha arrojado el veneno que tiene en las entrañas; y aun exhorta a los fieles, a que escojan un buen confesor, de la misma manera que suele buscarse un buen médico. En el siglo IV, a más del testimonio de S. Basilio, de que os he hablado ya, tenemos el de Paulino, que en la vida de S. Ambrosio que escribió, refiere que el Santo oía las confesiones con tanta caridad y con tal abundancia de lágrimas, que las arrancaba a sus penitentes: y añade, que de lo que sabía por confesión, solo hablaba con Dios. En el siglo V, S. Juan Crisóstomo (de cuyas obras cita el apóstata autor del Ensayo, muchos y largos pasajes, pero sin haberlos entendido, con el solo objeto de persuadirnos que aquel doctor de la Iglesia Romana excluía la confesión hecha al hombre, y solo quería que se hiciese a Dios en lo interior del corazón). S. Juan Crisóstomo, dijo, además de que en sus libros del sacerdocio pondera y exalta el poder que tienen los sacerdotes de perdonar los pecados: poder que no tienen ni los Príncipes y Emperadores de la tierra, ni aun los Ángeles y Arcángeles: a más de todo esto, repito, tenía él sus penitentes, y por cierto que era un confesor muy benigno: de cuya benignidad nos dan buen testimonio sus enemigos, que en el conciliábulo que tuvieron en el lugar llamado de la Encina, formularon contra él, entre otras, la siguiente acusación: que despedía a los que pecaban con estas palabras; si has vuelto a pecar, arrepiéntete de nuevo; y cuantas veces pecares, vente a mí, yo te curaré.

Sócrates adelanta más aún, pues asegura que S. Juan Crisóstomo reparó en decir: “aun cuando hayas pecado mil veces, acércate al tribunal de la penitencia”. Por cuyo motivo le reprendió Sisinnio, Obispo de los Novacianos (que eran los protestantes de aquellos tiempos) y escribió un libro contra él.

En el mismo siglo V, oíd lo que dice S. Agustín para excitar a los procrastinantes, esto es, a los que diferían la confesión hasta la hora. Los pasajes del Santo Doctor que a primera vista parecen contrarios y que con tan mala fe se objetan, solo y exclusivamente hablan de la confesión pública que antiguamente se usaba, no de la auricular.

P. Pues señor, no acabo de comprender cómo este escritor ha llevado su audacia hasta afirmar que en los primeros siglos de la Iglesia no estaba en uso la confesión.

R. Ya os lo he dicho: su ignorancia y su malicia os descifrarán el enigma.